
Mi primera reacción fue tratar de incorporarme pero un fuerte dolor en el estómago me tumbó hacia la tierra… De nuevo apoyé la nuca en el suelo y mis ojos en el cielo. El suelo enfriaba mi espalda mientras mi cuerpo palpitaba febril y enfermo.
“¿Qué hacía yo postrado y moribundo en mitad de un camino?”
“¿Qué hacía yo allí solo…?”
Entonces vislumbré que alguien a mi lado sobresalía entre mi propia neblina mental… Breves momentos después, allí estaba Lucía, yacente bocarriba, blanquecina, con su boca abierta de la que sobresalía un hilo de sangre como una serpiente roja arrastrándose entre el talco. Tuve la suficiente fuerza para incorporarme de lado, levantar mi mano y acariciar su frío rostro mientras una solitaria y renqueante lágrima caía por mi mejilla.Un quejido interno me atravesó cuando le di el último beso en sus labios desteñidos.
Tras retorcerme el dolor, una vez más mi cabeza volvió a la tierra ya con el pleno convencimiento de que mi destino era morir allí, como ella, en mitad de la senda, en algún lugar entre el mundo y el cielo. Traté de abarcar mi existencia o, al menos, tomar cierta conciencia de mí mismo antes de abandonar mi vida. Pero el riego se detenía, una y otra vez, antes de alcanzar una idea clara de mi reciente circunstancia allí.
Un avión, los pájaros, los insectos, el tiempo en general, seguían pasando sin que mi cuerpo fuera parte de la tierra ni mi alma parte del firmamento así que, venciendo a duras penas las náuseas, reuní fuerzas para incorporarme y ponerme de rodillas. Miré por última vez a Lucía, a su belleza desconectada del mundo y “ojalá”, pensé, “llena de paz”. Sin saber muy bien por qué, sus pies estaban descalzos y los míos no.
“Mi amor, espero reunirme pronto contigo… quién sabe, quizás en otro mundo tengamos otra oportunidad, otra nueva historia…” murmuré a modo de oración antes de levantar las rodillas del suelo y alejarme poco a poco de allí.
Al principio arrastré los pies, encorvado y tratando de evitar latigazo cada vez que me estiraba. Poco a poco, conseguí enderezarme lo suficiente para seguir caminando con cierto equilibrio.
De pronto resonaron lejanamente algunos destellos de lo que ocurrió antes de caer; al principio fueron tan solo algunas imágenes vagas y, entre todas, la de nosotros dos comiendo setas junto a un árbol. Lucía las había preparado allí mismo, en un cazo sobre una rudimentaria hoguera. Eran de un color sospechoso pero ella insistió en que no eran venenosas… y recuerdo que confié porque ella era la experta. De hecho, ella misma se las tomó con total confianza.
Pero mi empañado estado mental me impedía vislumbrar el misterio. De hecho, a no ser que consiguiera aspirar con más fuerza, la muerte, cada vez más dueña de mi ser, iba a ser la única capaz de responderme.
Así que, antes de que su manto me alcanzara, aproveché mis últimos pasos para que mi sangre fluyera unas cuantas veces más, para que se despidiera antes de coagularse, para que mis pulmones se alimentaran del último aliento puro, para que mis oídos escucharan los sonidos finales de la Naturaleza…
Pero entonces, de lo más profundo de mi abandonada mente, volvieron a bombear otras sensaciones no tan recientes; desde hacía tiempo los dos pasamos una mala época, un período entre la distancia y la lucha de rencores. En algún lugar, habíamos perdido la chispa, la unión, el contacto…
Sin embargo, aquel día en el campo, especialmente aquel día tan luminoso, parecía que habíamos logrado desenterrar la magia suficiente como para intentarlo de nuevo… o eso, al menos, es lo que yo creía.
Quizás ella decidió que no quería volver a pasar otro infierno similar, quizás había sufrido demasiado, quizás se enteró de mi reciente infidelidad, quizás la suma de todo le hizo cortar de cuajo…
Pero, a pesar de todo, la quería. La seguía queriendo con toda mi alma, quizás ahora más que nunca. Lo cual incluía, obviamente, que la perdonaba por lo que, supuestamente, nos había hecho.
Y, según pensaba esto mismo, una luz cegadora me nubló y caí abatido contra el suelo.
Tumbado hacia abajo, con la cara de lado, abrí los ojos por última vez; vi el camino de tierra, mi sangre arrastrándose por ella…
Mi parte viva temía qué vendría después, el resto ya estaba entregado a otro lugar.
Lo último que vi fue una mariposa que se posó cerca de mis ojos. No sabía si envidiarla porque le quedaba unos días de vida o porque ni siquiera era consciente de que iba a morir.
Entonces cerré los ojos y me sentí descalzo como el resto de los animales.