Recuerdo que uno de los oasis de mi infancia era ir de excursión en verano con mi familia todas las tardes, lloviera o no, hiciera frío o no, por los montes alrededor de Zarautz.

En una de estas últimas excursiones veraniegas que sigo haciendo con ellos, y ahora también con mis muchos sobrinos, comentamos que ya no existían aquellas arañas grandes típicas de colores, con sus majestuosas telarañas, a las que les tirábamos insectos para después deleitarnos viendo cómo se los comían (lo mismo que han desaparecido las mantis, los bichos-palo, los escarabajos y muchos otros seres arrasados por el «progreso»).

Por eso me sorprendió que, justo al estrenar mi casita (a la que una amiga mía llama, muy acertadamente, la casa del árbol), viera en la puerta de la entrada exactamente ese tipo de araña. Por un momento pensé en apartarla de allí pero el propio entorno enseguida me quitó esa idea de la cabeza.

Así que decidí que, a partir de ese momento, sólo tendría que agacharme al entrar en casa respetando también su propio hogar. Yo le cedía esa parte superior y ella me protegía, al menos en una parte, de los mosquitos que trataran de entrar.

Se convirtió, de esta manera, en el primer ser vivo con el que me encontraba al abrir la puerta por las mañanas. Le daba los buenos días y eso ya me daba una inesperada sensación de compañía. Fue a partir de entonces cuando ella se convirtió en una araña diferente a las demás de la misma manera que para el Principito la rosa o el zorro se convirtieron seres especiales de entre todos los de su especie. Y precisamente aquella araña era singular porque le había dedicado un espacio y un tiempo sólo para ella.

(En este sentido, te recomiendo el capítulo 21 de “El Principito” dedicado al zorro que es, al menos para mí, de lo más sublime que se ha escrito jamás. En él da un sentido completo a la relación del hombre con la Naturaleza, con su existencia y con su propia muerte).

El caso es que pasaron los días en los que me agachaba en una especie de reverencia y la saludaba al entrar y salir. Mientras, ella seguía confiando en mí puesto que nunca quiso mudarse. He de confesar que incluso me interesé por saber cuál era la duración media de una araña y me sorprendió saber que duraban de dos a cuatro años.

En aquellos días de esa conexión con ella, pensé en la costumbre del ser humano de aniquilar los insectos por el simple hecho de que se acercan, porque cree que le van a hacer daño, porque invaden su casa (habría que preguntarse quién es realmente el dañino invasor) o porque, simplemente, consideran que son feos… Sí, el ser humano es un ente absurdo que, en el extremo contrario, elige (o incluso compra) a los animales por su belleza, como si la cuestión fuera si el color del gato pega con el sofá del salón.

Ya lo cantaba Roberto Carlos: “Yo quisiera ser civilizado como los animales”.

Lo cierto es que la inmensa mayoría de los insectos se acercan al humano para identificarlo no para hacerle ningún daño. Pero se nos acerca una abeja, por ejemplo, o una araña e inmediatamente trasladamos nuestra propia mente destructiva a seres inocentes pensando que nos quiere hacer daño y, sin dudarlo, los aplastamos. Al fin y al cabo, sólo es un insecto, ¿por qué no lo voy a matar? Y digo yo, ¿y por qué no lo puedes dejar vivir? Y así es como van desapareciendo… Porque siempre estamos buscando excusas para destruir nuestro entorno en vez de buscar razones para preservar la Naturaleza que acoge lo que realmente somos.

En fin, volviendo a mi querida araña. Un día salí de casa y la vi inmóvil pero en una posición extraña. Como si hubiera quedado descolgada en su caída. Estaba demasiado quieta para esa posición con lo que confirmé que, efectivamente, estaba muerta. Me sentí triste por ella. Me pareció raro tenerla ahí, hasta había muerto con cierto estilo pero sabía que al final acabaría cayendo y probablemente yo mismo la pisaría al pasar.

Sí, lo que hice luego es extraño, de locos, soy un flipado de la vida… En fin, llamémosle como queramos. Yo lo vi como un producto directo de mi relación con toda la Naturaleza, incluido sus seres más diminutos. Así que decidí meterla en una cajita de cartón y enterrarla detrás de mi casa. Encima planté una flor que había cogido de otra parte del jardín.

Mi casita ya era un pequeño mundo donde además tenía cementerio y una pequeña tumba que visitar. Según pasaron los días me pareció extraño ver allí la telaraña sin ella, pero también la respeté en su honor. De hecho, los mosquitos seguían allí acumulándose como si, de alguna manera, su recuerdo siguiera cumpliendo para mí su parte protectora.

Una semana después me sorprendió ver que otra araña exactamente de la misma especie, probablemente más joven por su tamaño, había reparado y habitado su telaraña. Entonces sentí una enorme gratitud hacia la muerte y hacia la vida… Hice mi pequeña reverencia al salir y después me adentré en la Naturaleza en busca de nuevos milagros.

Recuerdo que uno de los oasis de mi infancia era ir de excursión en verano con mi familia todas las tardes, lloviera o no, hiciera frío o no, por los montes alrededor de Zarautz.

En una de estas últimas excursiones veraniegas que sigo haciendo con ellos, y ahora también con mis muchos sobrinos, comentamos que ya no existían aquellas arañas grandes típicas de colores, con sus majestuosas telarañas, a las que les tirábamos insectos para después deleitarnos viendo cómo se los comían (lo mismo que han desaparecido las mantis, los bichos-palo, los escarabajos y muchos otros seres arrasados por el «progreso»).

Por eso me sorprendió que, justo al estrenar mi casita (a la que una amiga mía llama, muy acertadamente, la casa del árbol), viera en la puerta de la entrada exactamente ese tipo de araña. Por un momento pensé en apartarla de allí pero el propio entorno enseguida me quitó esa idea de la cabeza. 

Así que decidí que, a partir de ese momento, sólo tendría que agacharme al entrar en casa respetando también su propio hogar. Yo le cedía esa parte superior y ella me protegía, al menos en una parte, de los mosquitos que trataran de entrar.

Se convirtió, de esta manera, en el primer ser vivo con el que me encontraba al abrir la puerta por las mañanas. Le daba los buenos días y eso ya me daba una inesperada sensación de compañía.

Fue a partir de entonces cuando ella se convirtió en una araña diferente a las demás de la misma manera que para el Principito la rosa o el zorro se convirtieron seres especiales de entre todos los de su especie. Y precisamente aquella araña era singular porque le había dedicado un espacio y un tiempo sólo para ella.

(En este sentido, te recomiendo el capítulo 21 de “El Principito” dedicado al zorro que es, al menos para mí, de lo más sublime que se ha escrito jamás. En él da un sentido completo a la relación del hombre con la Naturaleza, con su existencia y con su propia muerte).

El caso es que pasaron los días en los que me agachaba en una especie de reverencia y la saludaba al entrar y salir. Mientras, ella seguía confiando en mí puesto que nunca quiso mudarse.

He de confesar que incluso me interesé por saber cuál era la duración media de una araña y me sorprendió saber que duraban de dos a cuatro años.

En aquellos días de esa conexión con ella, pensé en la costumbre del ser humano de aniquilar los insectos por el simple hecho de que se acercan, porque cree que le van a hacer daño, porque invaden su casa (habría que preguntarse quién es realmente el dañino invasor) o porque, simplemente, consideran que son feos…

Sí, el ser humano es un ente absurdo que, en el extremo contrario, elige (o incluso compra) a los animales por su belleza, como si la cuestión fuera si el color del gato pega con el sofá del salón.

Ya lo cantaba Roberto Carlos: “Yo quisiera ser civilizado como los animales”.

Lo cierto es que la inmensa mayoría de los insectos se acercan al humano para identificarlo no para hacerle ningún daño. Pero se nos acerca una abeja, por ejemplo, o una araña e inmediatamente trasladamos nuestra propia mente destructiva a seres inocentes pensando que nos quiere hacer daño y, sin dudarlo, los aplastamos.

Al fin y al cabo, sólo es un insecto, ¿por qué no lo voy a matar? Y digo yo, ¿y por qué no lo puedes dejar vivir? Y así es como van desapareciendo… Porque siempre estamos buscando excusas para destruir nuestro entorno en vez de buscar razones para preservar la Naturaleza que acoge lo que realmente somos.

En fin, volviendo a mi querida araña. Un día salí de casa y la vi inmóvil pero en una posición extraña. Como si hubiera quedado descolgada en su caída.

Estaba demasiado quieta para esa posición con lo que confirmé que, efectivamente, estaba muerta…

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Me sentí triste por ella. Me pareció raro tenerla ahí, hasta había muerto con cierto estilo pero sabía que al final acabaría cayendo y probablemente yo mismo la pisaría al pasar.

Sí, lo que hice luego es extraño, de locos, soy un flipado de la vida… En fin, llamémosle como queramos.

Yo lo vi como un producto directo de mi relación con toda la Naturaleza, incluido sus seres más diminutos. Así que decidí meterla en una cajita de cartón y enterrarla detrás de mi casa. Encima planté una flor que había cogido de otra parte del jardín.

Mi casita ya era un pequeño mundo donde además tenía cementerio y una pequeña tumba que visitar. Según pasaron los días me pareció extraño ver allí la telaraña sin ella, pero también la respeté en su honor.

De hecho, los mosquitos seguían allí acumulándose como si, de alguna manera, su recuerdo siguiera cumpliendo para mí su parte protectora.

Una semana después me sorprendió ver que otra araña exactamente de la misma especie, probablemente más joven por su tamaño, había reparado y habitado su telaraña. Entonces sentí una enorme gratitud hacia la muerte y hacia la vida…

Hice mi pequeña reverencia al salir y después me adentré en la Naturaleza en busca de nuevos milagros.

 

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