Desde que estoy aquí, en los últimos meses he ido a urgencias de noche en dos ocasiones, me ha visitado el médico de urgencias, también de madrugada, y pasé otra noche en el hospital de la localidad más cercana por lo extraño de mis síntomas. En este proceso además he tenido varias citas con una fisioterapeuta, con un coreano que pone agujas electrificadas, con un urólogo de la ciudad donde fui a otro fisioterapeuta y otra mujer que daba masajes ayurvédicos.

Básicamente, no podía ni sentarme ni estar echado sin tener algún tipo de dolor en lumbares, costado, pelvis, ingle y testículos. Mientras tanto, el agorero doctor Google, me aseguraba que tenía todo un catálogo de enfermedades graves que me tensaban aún más por dentro. Menos mal que, poco después, todas las pruebas fueron diagnosticando que yo estaba bien. Así que no detectaban la razón que podría traer todo este festival del síntoma.

Es curioso porque, en mi breve estancia en la ciudad, estuve en un grupo de terapia en el que comenté que no podía más; no podía estar sin apenas dormir, sentarme, hacer ningún tipo de ejercicio… Entonces una chica del grupo me comentó:

– Javier ¿Sabes que te digo? Que envidio cuánto te habla tu cuerpo. Mi cuerpo no expresa mis emociones y casi ni me duran las enfermedades.

– En ese sentido – apuntó la terapeuta – Javier está más cerca de la curación.

Yo asistí a esos comentarios atónito mientras los lumbares me seguían dando guerra junto con otro tipo de dolores difusos en otras partes bastante sensibles del cuerpo. Pero, aunque me sentía descolocado, algo de ese mensaje también caló dentro de mí. El cuerpo me está hablando… No fui capaz de entenderlo hasta un tiempo después.

En la soledad con mi dolor y mis pensamientos, día tras día sin ver a nadie, todo se hacía más cuesta arriba. La naturaleza jugó un papel muy importante y explicar cómo me otorgó esa luz al final del túnel daría para otro capítulo del diario.

En mitad de esa solitaria desesperación incluso llegó un severo ataque de ansiedad, quizás de despersonalización. No sabría definirlo aquí, pero es el mismo infierno en vida. Es, sin duda, lo más cerca que me he sentido de la locura. Y eso que aquella no era la primera vez que rondaba su umbral.

Yo tenía claro que para curarte de una herida hay que ser consciente de ella. Pero, con todo esto, he aprendido cuando te empeñas en abrirla una y otra vez para que te hable, sólo te estancas en el dolor. Tanto tiempo diciendo que después del pozo y la oscuridad y la introspección llegaría el momento de liberarme… Y quién me iba a decir que la salida estaba exactamente en el lado opuesto.

Porque el caso es que, unos días después de ese grupo de terapia, en un trabajo terapéutico del que nunca tendré suficiente agradecimiento, me transmitieron esta idea: “A veces, cuando hemos tenido una época de infancia de felicidad pletórica e inocente, de alegría infantil genuina… si después ocurre algún acontecimiento que nos devasta y arrasa también ese sentimiento, llegamos a interiorizar que si somos felices de forma genuina debemos estar alerta a que aquella tortura vuelva de nuevo.”

Es decir, aunque parezca mentira, se puede sentir en lo más profundo que la alegría más auténtica es la mismísima puerta del infierno.

Me parece curioso cómo cuando hablas con gente que no es muy consciente de lo que es mirarse por dentro y les cuentas que te ha pasado esto en tu vida o esto otro. Y te dicen: “Yaaa, claaaro, Javier, pero ahora que lo sabes lo que tienes que hacer es pasar página.”

Y es como: «¡Ah muchas gracias! ¡Cómo no lo había pensado antes! Bueno mira pues paso ahora mismo página… Ya está… ¡Ya soy feliz! ¡Hurra! ¡Viva la alegría!». No, no es tan fácil. Porque el cuadro de mandos está en el fondo de la mina y, si está averiado, no se soluciona con decisiones superficiales. Hay que entrar y jugársela. Ojalá hubiera una forma menos costosa (en todos los sentidos) de solucionarlo. Pero no es así.

Así que lo masoquista no es escuchar al dolor sino enterrarlo bajo cualquier anestesia. Olvidar, perdonar y sepultar en falso es la tierra abonada para fantasmas que luego nunca sabes por dónde saldrán. Pero saldrán. Y cuanto más hondo estén, más disfrazados aparecerán y mucho más difícil será resolverlos. Sobre todo, porque es probable que esta vez vengan con un espíritu del tipo: «Ahora no vas a tener más remedio que escucharme».

En estos momentos, sin miedo a alegría, sigo con algunos dolores, mucho menores que me siguen hablando desde el otro lado. Pero ahora que tengo claro hasta qué punto me los provoco yo mismo, hasta qué punto eso es un diálogo, una fuente de información emocional… Ahora respiro y me pongo a sentir mi cuerpo y bendecir estar más cerca de la curación… Curiosamente, mientras escribo esto, un querido amigo me comenta en un audio: «Más veces de lo que pensamos el dolor es el último eslabón antes de la curación».

Atravesar el dolor, las tinieblas, la desesperación es una decisión que se toma en lo más profundo de uno mismo. Por lo tanto, es una decisión que siempre se toma en la más profunda soledad. Pero, a partir de ahí, uno debe dejarse acompañar.

Yo he encontrado en ese proceso hacia mí mismo personas que me han dado la luz fundamental de su compañía para seguir adelante. He tenido una terapeuta y maestra cuya sabiduría y humildad nunca me dejará de sorprender. Sin todos ellos estaría llorando entre las sombras o persiguiendo fuegos artificiales. De la misma forma, sin prestar yo mi humilde luz a los demás, no habría sido recompensado por mí mismo. Porque en el acto de iluminar, como en el de dar, encontré la luz que necesitaba recibir.

Desde que estoy aquí, en los últimos meses he ido a urgencias de noche en dos ocasiones, me ha visitado el médico de urgencias, también de madrugada, y pasé otra noche en el hospital de la localidad más cercana por lo extraño de mis síntomas.

En este proceso además he tenido varias citas con una fisioterapeuta, con un coreano que pone agujas electrificadas, con un urólogo de la ciudad donde fui a otro fisioterapeuta y otra mujer que daba masajes ayurvédicos.

Básicamente, no podía ni sentarme ni estar echado sin tener algún tipo de dolor en lumbares, costado, pelvis, ingle y testículos. Mientras tanto, el agorero doctor Google, me aseguraba que tenía todo un catálogo de enfermedades graves que me tensaban aún más por dentro.

Menos mal que, poco después, todas las pruebas fueron diagnosticando que yo estaba bien. Así que no detectaban la razón que podría traer todo este festival del síntoma.

Es curioso porque, en mi breve estancia en la ciudad, estuve en un grupo de terapia en el que comenté que no podía más; no podía estar sin apenas dormir, sentarme, hacer ningún tipo de ejercicio… Entonces una chica del grupo me comentó:

– Javier ¿Sabes que te digo? Que envidio cuánto te habla tu cuerpo. Mi cuerpo no expresa mis emociones y casi ni me duran las enfermedades.

– En ese sentido – apuntó la terapeuta – Javier está más cerca de la curación.

Yo asistí a esos comentarios atónito mientras los lumbares me seguían dando guerra junto con otro tipo de dolores difusos en otras partes bastante sensibles del cuerpo. Pero, aunque me sentía descolocado, algo de ese mensaje también caló dentro de mí. El cuerpo me está hablando… No fui capaz de entenderlo hasta un tiempo después.

En la soledad con mi dolor y mis pensamientos, día tras día sin ver a nadie, todo se hacía más cuesta arriba. La naturaleza jugó un papel muy importante y explicar cómo me otorgó esa luz al final del túnel daría para otro capítulo del diario.

En mitad de esa solitaria desesperación incluso llegó un severo ataque de ansiedad, quizás de despersonalización. No sabría definirlo aquí, pero es el mismo infierno en vida. Es, sin duda, lo más cerca que me he sentido de la locura. Y eso que aquella no era la primera vez que rondaba su umbral.

Yo tenía claro que para curarte de una herida hay que ser consciente de ella. Pero, con todo esto, he aprendido cuando te empeñas en abrirla una y otra vez para que te hable, sólo te estancas en el dolor.

Tanto tiempo diciendo que después del pozo y la oscuridad y la introspección llegaría el momento de liberarme… Y quién me iba a decir que la salida estaba exactamente en el lado opuesto.

Porque el caso es que, unos días después de ese grupo de terapia, en un trabajo terapéutico del que nunca tendré suficiente agradecimiento, me transmitieron esta idea:

“A veces, cuando hemos tenido una época de infancia de felicidad pletórica e inocente, de alegría infantil genuina… si después ocurre algún acontecimiento que nos devasta y arrasa también ese sentimiento, llegamos a interiorizar que si somos felices de forma genuina debemos estar alerta a que aquella tortura vuelva de nuevo.”

Es decir, aunque parezca mentira, se puede sentir en lo más profundo que la alegría más auténtica es la mismísima puerta del infierno.

Me parece curioso cómo cuando hablas con gente que no es muy consciente de lo que es mirarse por dentro y les cuentas que te ha pasado esto en tu vida o esto otro. Y te dicen: “Yaaa, claaaro, Javier, pero ahora que lo sabes lo que tienes que hacer es pasar página.”

Y es como: «¡Ah muchas gracias! ¡Cómo no lo había pensado antes! Bueno mira pues paso ahora mismo página… Ya está… ¡Ya soy feliz! ¡Hurra! ¡Viva la alegría!».

No, no es tan fácil. Porque el cuadro de mandos está en el fondo de la mina y, si está averiado, no se soluciona con decisiones superficiales. Hay que entrar y jugársela. Ojalá hubiera una forma menos costosa (en todos los sentidos) de solucionarlo. Pero no es así.

Así que lo masoquista no es escuchar al dolor sino enterrarlo bajo cualquier anestesia. Olvidar, perdonar y sepultar en falso es la tierra abonada para fantasmas que luego nunca sabes por dónde saldrán… 

Pero saldrán. Y cuanto más hondo estén, más disfrazados aparecerán y mucho más difícil será resolverlos. Sobre todo, porque es probable que esta vez vengan con un espíritu del tipo: «Ahora no vas a tener más remedio que escucharme».

En estos momentos, sin miedo a alegría, sigo con algunos dolores, mucho menores que me siguen hablando desde el otro lado. Pero ahora que tengo claro hasta qué punto me los provoco yo mismo, hasta qué punto eso es un diálogo, una fuente de información emocional…

Ahora respiro y me pongo a sentir mi cuerpo y bendecir estar más cerca de la curación… Curiosamente, mientras escribo esto, un querido amigo me comenta en un audio: «Más veces de lo que pensamos el dolor es el último eslabón antes de la curación».

Atravesar el dolor, las tinieblas, la desesperación es una decisión que se toma en lo más profundo de uno mismo. Por lo tanto, es una decisión que siempre se toma en la más profunda soledad. Pero, a partir de ahí, uno debe dejarse acompañar.

Yo he encontrado en ese proceso hacia mí mismo personas que me han dado la luz fundamental de su compañía para seguir adelante. He tenido una terapeuta y maestra cuya sabiduría y humildad nunca me dejará de sorprender.

Sin todos ellos estaría llorando entre las sombras o persiguiendo fuegos artificiales. De la misma forma, sin prestar yo mi humilde luz a los demás, no habría sido recompensado por mí mismo.

Porque en el acto de iluminar, como en el de dar, encontré la luz que necesitaba recibir.

 

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